viernes, 4 de abril de 2014

Texto narrativo propio. "Una caperucita de otro mundo."

En el país de Once Upon a Time, un extraño lugar poblado por unos pocos humanos donde los duendes y hombres lobo son más que leyendas, los vampiros tienen todo el poder. Custodian toda la vida en un libro mágico, en el cual todo lo que se escriba en el se hará realidad. Pero los vampiros no desean poder, si no el arte. Por eso, los creadores del libro sellaron su poder con dos reglas: la primera era la total prohibición de controlar las acciones o el destino de cualquier ser animado, por lo que su función se redujo a decir lo que debería pasar día tras día; y la segunda era que solo se le permitiría la escritura en el libro a un solo vampiro hasta la hora de su muerte, pero no sería un vampiro cualquiera, solo podría ser el vampiro que descubrió el doloroso sentimiento del “amor”.

La vida era perfecta. Hasta que un día desapareció el Sol, y el cielo se tornó de nubes y de lluvia. Los días pasaban y los humanos empezaron a preocuparse. Veían su país decaer poco a poco. A todos les preocupaba, menos a una persona. Liselotte. Con el pelo rubio como un hermoso rayo de Sol en verano, su piel blanquecina como la leche, su alta estatura contorneaba su delgada figura y terminaba en unas largas piernas. Su belleza era perfecta, excepto por un detalle: sus ojos. Esos ojos grandes, plagados de pestañas largas y negras como el carbón, esos ojos verdes claro teñidos de verde intenso que hacían que te perdieses en ellos, esos ojos... no tenían vida. Eran los ojos de una niña que había crecido sin ningún tipo de cariño. Una niña privada de toda sensación. Su madre la privó de todo esto. Ella había sufrido mucho con la muerte de su esposo, por eso decidió que su querida hija viviría sin saber lo que era el dolor, el sufrimiento. La decisión de la madre dio lugar a que Liselotte creciera sin sentir temor alguno, sin preocupaciones sobre la vida, sin miedo a la muerte. Y lo más triste de todo, sin importarle la muerte de una persona. Por eso, cuando su madre murió, decidió abandonar su casa y marcharse a casa de su abuela, que se encontraba en el otro extremo del bosque. Su abuela era farmacéutica, y eso a Liselotte le encantaba. Podría pasarse el día entero jugando con medicamentos.


-¿Que día es hoy? ¿No lo sabes? 13 amigos iban por el bosque. 13 lobos a su encuentro. ¡Aterradores como 13 espectros! 13 arañazos dejaron, 13 marcas en los 13 cuerpos de los 13 amigos. ¿Sabes ya qué día es hoy? ¡Claro! Hoy es...

Liselotte dejó de cantar cuando de repente, delante de ella, aparecieron un par de lobos hambrientos. Liselotte se quedó parada, mejor dicho, fascinada.

-¡Lobitos hambrientos! Creía que ya no quedaban en el bosque. - dijo mientras en su hermoso rostro se dibujó una amplia sonrisa.


Uno de los lobos se abalanzó sobre ella, tirándola al suelo. Pero para asombro de este, Liselotte le clavó una jeringa con un potente veneno en ella. En pocos segundos, el temible lobo calló paralizado al suelo. “¡Mi veneno funciona!” exclamó eufórica Liselotte. “¡Quiero probar otra vez! ¡Juguemos!” dijo, mirando alegremente al asustado lobo que quedaba. Cuando estaba decidida a clavarle otra jeringa al lobo, alguien la abrazó por detrás, recogiendo su jeringa que sostenía en la mano. “Agradecería que no maltrataras a mis parientes” escuchó. Liselotte se dio la vuelta para ver quien había impedido que usara su veneno. Y hay estaba él. Un hombre lobo. Alto, delgado, con el pelo negro como el carbón cayéndole por los ojos desordenado, unas orejas peludas puntiagudas asomaban por su cabeza, su piel era suave y blanca, vestido con ropas negras a juego con su pelo. Sus ojos eran del color de la noche, profundos, misteriosos, pero terriblemente acogedores. Pero algo no encajaba en esa cara. Un parche, feo, horrendo, cubría uno de sus ojos.



-¿Un hombre lobo? Pensaba que los hombres lobo eran invenciones para asustar a los niños.
-Estoy seguro de que no es la primera vez que ves uno.
-¡Si lo es! ¡Si lo es! - exclamó enérgicamente Liselotte por la idea de tener a un verdadero hombre lobo enfrente suyo.
-Nos camuflamos como lobos normales cuando vamos por el bosque, tal vez sea eso. Oye... ¿Adónde ibas tú sola?
-¡A casa de mi abuelita... Contigo!
-¿...conmigo?

Fue cuando Liselotte le clavó en el brazo la jeringa con el veneno que llevaba dentro. El chico, sin saber porque Liselotte hizo eso, empezó a lamerse la pequeña herida que le dejó el pinchazo de la jeringa. Sin la menor muestra de arrepentimiento, Liselotte le cogió de la mano y se dispuso a caminar por el bosque de camino a casa de su abuelita. A mitad del camino empezó a llover, y fue cuando necesitaron buscar un refugio. Sentados debajo de un árbol, el lobo decidió que necesitaba explicaciones:

-Oye... ¿Por que hiciste eso?
-Mi madre me dijo que los hombres lobos no son de fiar. Además, así tengo alguien que me proteja de camino a casa de mi abuelita. Por cierto, ¿como te llamas? ¡Yo soy Liselotte!
-… Trece... Me llamo Trece... - respondió el lobo fascinado por la despreocupación de la chica que tenía enfrente.


Pasaron las horas y no cesaba de llover. Estaba cansada de estar sentada debajo de ese árbol. A Liselotte le preocupaba no llegar a casa de su abuela. Su madre le enseño que no debería estar triste si alguien moría. Ya que la muerte era una bendición. Una persona estaba dispuesta a morir si había acabado todos sus cometidos en el mundo. Liselotte se preguntaba si al llegar a casa de su abuela esto sería así. ¿Y si no tenía nada que hacer? ¡Ella no quería morir aun! Liselotte ni si quiera se imaginaba un mundo donde ella no estuviese viva. Mientras pensaba todo esto, Trece no cesaba de llamarla para sacarla de sus pensamientos. Solo fue así cuando este, viendo que era imposible, decidió cantar una vieja canción para niños pequeños.


-¿Que día es hoy? ¿No lo sabes? 13 amigos iban por el bosque..
-¿Que dijiste? - preguntó Liselotte.
-Nada... que ya dejó de llover. ¿Seguimos el camino a casa de tu abuelita?
-¡Si!


Y dicho esto, siguieron su camino. No pasó mucho tiempo hasta que vieron la casa de la abuelita. “¡Mira Trece, ya se ve la casita!” exclamó feliz Liselotte por haber llegado por fin. Pero fue toda un sorpresa cuando al llegar a la puerta, pudieron observar una grande tumba en una colina cerca de la casa. De dentro salieron dos pequeñas figuras. Una niña y un niño, idénticos. Tenían la misma cara, los mismos ojos, el mismo color de pelo, hasta la misma estatura. Solo se podían identificar porque la niña llevaba un vestido azul celeste, y el chico una camisa negra y unos pantalones piratas negros.

    - ¿Quienes sois vosotros dos y que hacéis en casa de mi abuelita? - preguntó Liselotte sin ningún pudor.
    - Nos perdimos en el bosque y tu abuelita nos encontró y nos crio. Pero... ella... murió la semana pasada... - dijeron los gemelos apenados.
    - Bueno... esta anocheciendo. Podéis quedaros esta noche, pero mañana os vais.
    … - Trece no sabía que hacer salvo quedarse la noche en la casa.

La noche era tranquila. La luna brillaba en el cielo y las estrellas la acompañaban. Liselotte no podía dormir. Tenía demasiadas cosas en la cabeza, y lo que más le preocupaba, ese lobo descuidado iba a morirse. Le daba exactamente igual, pero no tenía nada que hacer y eso significaba que debería morir según las enseñanzas de su madre. Y eso era algo que ella no quería, así que intentar salvar la vida de Trece la mantendría ocupada. Aburrida y con dolor de cabeza, decidió levantarse de la cama y dirigirse al salón, donde Trece dormía en un sofá. Despreocupada por si se despertaba, se sentó encima de él. Trece, al sentir la presión que le causaba el peso de Liselotte, acabó abriendo los ojos. Soñoliento, miró a Liselotte directamente a los ojos.


-Creo que te vas a morir Trece. Mi abuelita está muerta y yo no se crear el antídoto.
-Oh... ¿Y eso te preocupa?
-… - Liselotte no dijo nada. Simplemente su cara reflejaba que así era.
-Tranquila, yo ya me he echo a la idea.


Trece dijo esto con tal tranquilidad, que incomodó un poco a Liselotte. Trece, al notar esto, decidió abrazar a Liselotte para que se tranquilizara. “Que cómodo” pensó Liselotte mientras empezaba a quedarse dormida. “¡Ya se! ¡Mañana iremos a la mansión del vampiro que custodia el libro para escribir en él que Trece no muera!” fue lo último en pensar hasta que se quedó plácidamente dormida en los brazos de Trece. Los rayos de Sol que se filtraban por la ventana despertaron a Trece de mala manera. Seguía teniendo sueño y quería dormir un poco más, pero Liselotte le estiró de las orejas.

-¡Despierta! Tenemos muchas cosas que hacer.
-¿...qué?
-¡Que te despiertes lobo dormilón!
-Pero... ¿a qué viene estas prisas?


Trece pudo ver con facilidad que Liselotte estaba inquieta. Se preguntó el porque sería esto, pero fue cuando recordó la conversación que tuvieron por la noche.

-Liselotte... No te preocupes.
-¿Eh...?
-Humana idiota... Estoy bien.
-¡Idiota tú, lobo tonto! ¡Te vas a morir!
-Liselotte... Soy un hombre lobo, el veneno no me hace efecto.
-¿...Qué? ¿Me has mentido? ¿Por qué?
-Porque hace tiempo una niña me encontró en el bosque malherido, y en vez de ayudarme, decidió  arrancarme el ojo.
-¡Yo no sabía que eras tú! - dijo Liselotte asustada. Realmente los lobos no eran de fias, y ese le había tendido una trampa.
-No... No te tengo rencor, si no agradecimiento...
-¿...?
-Tu me hiciste ver que no todos los humanos son objetos que nos desprecian y nos tienen miedo. Tu hiciste una cosa horrible sin miedo alguno en tus ojos. Tu no eres como ellos. Por eso me gustas.



Y dicho esto, Trece abrazó a Liselotte. Le daba igual como fuese, si no tenía sentimientos o algo parecido. Y desde entonces, nunca pretendió cambiar a esa extraña niña, en este extraño mundo gobernado por vampiros.





Lorena Navarro Plaza   1º - CTC


1 comentario:

  1. Muy bien, un 9´5. "...usara su veneno. Y hay estaba él." Ese hay se escribe ahí.

    ResponderEliminar