En el país de Once Upon a Time, un
extraño lugar poblado por unos pocos humanos donde los duendes y hombres lobo son más que leyendas, los vampiros tienen todo el
poder. Custodian toda la vida en un libro mágico, en el cual todo lo
que se escriba en el se hará realidad. Pero los vampiros no desean
poder, si no el arte. Por eso, los creadores del libro sellaron su
poder con dos reglas: la primera era la total prohibición de
controlar las acciones o el destino de cualquier ser animado, por lo
que su función se redujo a decir lo que debería pasar día tras
día; y la segunda era que solo se le permitiría la escritura en el
libro a un solo vampiro hasta la hora de su muerte, pero no sería un
vampiro cualquiera, solo podría ser el vampiro que descubrió el
doloroso sentimiento del “amor”.
La vida era perfecta. Hasta que un día
desapareció el Sol, y el cielo se tornó de nubes y de lluvia. Los
días pasaban y los humanos empezaron a preocuparse. Veían su país
decaer poco a poco. A todos les preocupaba, menos a una persona.
Liselotte. Con el pelo rubio como un hermoso rayo de Sol en verano,
su piel blanquecina como la leche, su alta estatura contorneaba su
delgada figura y terminaba en unas largas piernas. Su belleza era
perfecta, excepto por un detalle: sus ojos. Esos ojos grandes,
plagados de pestañas largas y negras como el carbón, esos ojos
verdes claro teñidos de verde intenso que hacían que te perdieses
en ellos, esos ojos... no tenían vida. Eran los ojos de una niña
que había crecido sin ningún tipo de cariño. Una niña privada de
toda sensación. Su madre la privó de todo esto. Ella había sufrido
mucho con la muerte de su esposo, por eso decidió que su querida
hija viviría sin saber lo que era el dolor, el sufrimiento. La
decisión de la madre dio lugar a que Liselotte creciera sin sentir
temor alguno, sin preocupaciones sobre la vida, sin miedo a la
muerte. Y lo más triste de todo, sin importarle la muerte de una
persona. Por eso, cuando su madre murió, decidió abandonar su casa
y marcharse a casa de su abuela, que se encontraba en el otro extremo
del bosque. Su abuela era farmacéutica, y eso a Liselotte le
encantaba. Podría pasarse el día entero jugando con medicamentos.
-¿Que día es hoy? ¿No lo sabes? 13
amigos iban por el bosque. 13 lobos a su encuentro. ¡Aterradores
como 13 espectros! 13 arañazos dejaron, 13 marcas en los 13 cuerpos
de los 13 amigos. ¿Sabes ya qué día es hoy? ¡Claro! Hoy es...
Liselotte dejó de cantar cuando de
repente, delante de ella, aparecieron un par de lobos hambrientos.
Liselotte se quedó parada, mejor dicho, fascinada.
-¡Lobitos hambrientos! Creía que ya
no quedaban en el bosque. - dijo mientras en su hermoso rostro se
dibujó una amplia sonrisa.
Uno de los lobos se abalanzó sobre
ella, tirándola al suelo. Pero para asombro de este, Liselotte le
clavó una jeringa con un potente veneno en ella. En pocos segundos,
el temible lobo calló paralizado al suelo. “¡Mi veneno funciona!”
exclamó eufórica Liselotte. “¡Quiero probar otra vez!
¡Juguemos!” dijo, mirando alegremente al asustado lobo que
quedaba. Cuando estaba decidida a clavarle otra jeringa al lobo,
alguien la abrazó por detrás, recogiendo su jeringa que sostenía
en la mano. “Agradecería que no maltrataras a mis parientes”
escuchó. Liselotte se dio la vuelta para ver quien había impedido
que usara su veneno. Y hay estaba él. Un hombre lobo. Alto, delgado,
con el pelo negro como el carbón cayéndole por los ojos
desordenado, unas orejas peludas puntiagudas asomaban por su cabeza,
su piel era suave y blanca, vestido con ropas negras a juego con su
pelo. Sus ojos eran del color de la noche, profundos, misteriosos,
pero terriblemente acogedores. Pero algo no encajaba en esa cara. Un
parche, feo, horrendo, cubría uno de sus ojos.
-¿Un hombre lobo? Pensaba que los
hombres lobo eran invenciones para asustar a los niños.
-Estoy seguro de que no es la
primera vez que ves uno.
-¡Si lo es! ¡Si lo es! - exclamó
enérgicamente Liselotte por la idea de tener a un verdadero hombre
lobo enfrente suyo.
-Nos camuflamos como lobos
normales cuando vamos por el bosque, tal vez sea eso. Oye... ¿Adónde
ibas tú sola?
-¡A casa de mi abuelita...
Contigo!
-¿...conmigo?
Fue cuando Liselotte le clavó en el
brazo la jeringa con el veneno que llevaba dentro. El chico, sin
saber porque Liselotte hizo eso, empezó a lamerse la pequeña herida
que le dejó el pinchazo de la jeringa. Sin la menor muestra de
arrepentimiento, Liselotte le cogió de la mano y se dispuso a
caminar por el bosque de camino a casa de su abuelita. A mitad del
camino empezó a llover, y fue cuando necesitaron buscar un refugio.
Sentados debajo de un árbol, el lobo decidió que necesitaba
explicaciones:
-Oye... ¿Por que hiciste eso?
-Mi madre me dijo que los hombres
lobos no son de fiar. Además, así tengo alguien que me proteja de
camino a casa de mi abuelita. Por cierto, ¿como te llamas? ¡Yo soy
Liselotte!
-… Trece... Me llamo Trece... -
respondió el lobo fascinado por la despreocupación de la chica que
tenía enfrente.
Pasaron las horas y no cesaba de
llover. Estaba cansada de estar sentada debajo de ese árbol. A
Liselotte le preocupaba no llegar a casa de su abuela. Su madre le
enseño que no debería estar triste si alguien moría. Ya que la
muerte era una bendición. Una persona estaba dispuesta a morir si
había acabado todos sus cometidos en el mundo. Liselotte se
preguntaba si al llegar a casa de su abuela esto sería así. ¿Y si
no tenía nada que hacer? ¡Ella no quería morir aun! Liselotte ni
si quiera se imaginaba un mundo donde ella no estuviese viva.
Mientras pensaba todo esto, Trece no cesaba de llamarla para sacarla
de sus pensamientos. Solo fue así cuando este, viendo que era
imposible, decidió cantar una vieja canción para niños pequeños.
-¿Que día es hoy? ¿No lo sabes?
13 amigos iban por el bosque..
-¿Que dijiste? - preguntó
Liselotte.
-Nada... que ya dejó de llover.
¿Seguimos el camino a casa de tu abuelita?
-¡Si!
Y dicho esto, siguieron su camino. No
pasó mucho tiempo hasta que vieron la casa de la abuelita. “¡Mira
Trece, ya se ve la casita!” exclamó feliz Liselotte por haber
llegado por fin. Pero fue toda un sorpresa cuando al llegar a la
puerta, pudieron observar una grande tumba en una colina cerca de la
casa. De dentro salieron dos pequeñas figuras. Una niña y un niño,
idénticos. Tenían la misma cara, los mismos ojos, el mismo color de
pelo, hasta la misma estatura. Solo se podían identificar porque la
niña llevaba un vestido azul celeste, y el chico una camisa negra y
unos pantalones piratas negros.
- ¿Quienes sois vosotros dos y que
hacéis en casa de mi abuelita? - preguntó Liselotte sin ningún
pudor.
- Nos perdimos en el bosque y tu
abuelita nos encontró y nos crio. Pero... ella... murió la semana
pasada... - dijeron los gemelos apenados.
- Bueno... esta anocheciendo. Podéis
quedaros esta noche, pero mañana os vais.
… - Trece no sabía que hacer salvo
quedarse la noche en la casa.
La noche era tranquila. La luna
brillaba en el cielo y las estrellas la acompañaban. Liselotte no
podía dormir. Tenía demasiadas cosas en la cabeza, y lo que más le
preocupaba, ese lobo descuidado iba a morirse. Le daba exactamente
igual, pero no tenía nada que hacer y eso significaba que debería
morir según las enseñanzas de su madre. Y eso era algo que ella no
quería, así que intentar salvar la vida de Trece la mantendría
ocupada. Aburrida y con dolor de cabeza, decidió levantarse de la
cama y dirigirse al salón, donde Trece dormía en un sofá.
Despreocupada por si se despertaba, se sentó encima de él. Trece,
al sentir la presión que le causaba el peso de Liselotte, acabó
abriendo los ojos. Soñoliento, miró a Liselotte directamente a los
ojos.
-Creo que te vas a morir Trece. Mi
abuelita está muerta y yo no se crear el antídoto.
-Oh... ¿Y eso te preocupa?
-… - Liselotte no dijo nada.
Simplemente su cara reflejaba que así era.
-Tranquila, yo ya me he echo a la
idea.
Trece dijo esto con tal tranquilidad,
que incomodó un poco a Liselotte. Trece, al notar esto, decidió
abrazar a Liselotte para que se tranquilizara. “Que cómodo”
pensó Liselotte mientras empezaba a quedarse dormida. “¡Ya se!
¡Mañana iremos a la mansión del vampiro que custodia el libro para
escribir en él que Trece no muera!” fue lo último en pensar hasta
que se quedó plácidamente dormida en los brazos de Trece. Los
rayos de Sol que se filtraban por la ventana despertaron a Trece de
mala manera. Seguía teniendo sueño y quería dormir un poco más,
pero Liselotte le estiró de las orejas.
-¡Despierta! Tenemos muchas cosas
que hacer.
-¿...qué?
-¡Que te despiertes lobo dormilón!
-Pero... ¿a qué viene estas
prisas?
Trece pudo ver con facilidad que
Liselotte estaba inquieta. Se preguntó el porque sería esto, pero
fue cuando recordó la conversación que tuvieron por la noche.
-Liselotte... No te preocupes.
-¿Eh...?
-Humana idiota... Estoy bien.
-¡Idiota tú, lobo tonto! ¡Te vas
a morir!
-Liselotte... Soy un hombre lobo,
el veneno no me hace efecto.
-¿...Qué? ¿Me has mentido? ¿Por
qué?
-Porque hace tiempo una niña me
encontró en el bosque malherido, y en vez de ayudarme, decidió arrancarme el ojo.
-¡Yo no sabía que eras tú! -
dijo Liselotte asustada. Realmente los lobos no eran de fias, y ese
le había tendido una trampa.
-No... No te tengo rencor, si no
agradecimiento...
-¿...?
-Tu me hiciste ver que no todos los
humanos son objetos que nos desprecian y nos tienen miedo. Tu
hiciste una cosa horrible sin miedo alguno en tus ojos. Tu no eres
como ellos. Por eso me gustas.
Y dicho esto, Trece abrazó a
Liselotte. Le daba igual como fuese, si no tenía sentimientos o algo
parecido. Y desde entonces, nunca pretendió cambiar a esa extraña
niña, en este extraño mundo gobernado por vampiros.
Lorena Navarro Plaza 1º - CTC
Muy bien, un 9´5. "...usara su veneno. Y hay estaba él." Ese hay se escribe ahí.
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