domingo, 30 de marzo de 2014

Estrellas que se apagan.

Ahora se preguntaba, sin quererse responder, cómo podía alguien tan grande caber en algo tan pequeño. Tocó la madera del ataúd y se sintió estremecer.

Todo había comenzado con una llamada un viernes al mediodía. La chica de rubios cabellos dejó caer la cuchara en la sopa y se levantó a contestar.
'El abuelo se muere, cariño' le dijo la voz desarmada de su madre.
Los ojos de Carolina se quedaron fijos en la pared, la voz del teléfono seguía hablando pero ella era incapaz de responder. Colgó. No podía ser, se repetía una y otra vez. 
Los ojos se le encharcaron y su respiración agitada hacía parecer que se ahogaba en ellos. Un escalofrío le recorrió desde la punta de los pies hasta el cuello, por fin reaccionó. Pero no de la manera esperada.
Carol dejó la mesa puesta, buscó las llaves y se marchó, dejando la casa vacía con cinco llamadas en el contestador.
El cielo encapotado amenazaba con caer, el viento era cortante; a pesar de todo, echó a correr, avanzaba deprisa mirando sus pies, no le importaban las personas, ni sus miradas incomprensivas. Tampoco le importó el desconcierto de sus padres al verla aparecer, con restos de tormenta en su cara, y afuera sin llover.
Lo único que quería era ver a su abuelo, no se lo creía, todavía no.
Su abuelo en realidad ya no iba a volver, y se dio cuenta en cuanto cruzó el umbral de la puerta. Se rompió su esperanza, se rompió su valor.
La escena era desbordante. 
En una habitación pequeña, pintada con cal, destacaba una cama de hierro al fondo, y una silla a su lado con la hermana de su abuelo; nada más en la habitación, nada excepto ella, que con pasos inseguros avanzaba hacia el hundido colchón.
Llegó, y sus manos se tornaron heladas y su rostro perdió color. Aquel no podía ser su abuelo, apenas era una sombra de lo que ella vio, apenas levantaba el pecho al respirar, y sonaba como el batir de alas de un estornino.
Sedado, con los ojos cerrados, la piel más arrugada que nunca, llevaba días sin comer, y cuando ella tomó su mano sintió sus huesos, delicadamente los recorrió con la yema de sus dedos, sintiéndolo frágil, sintiendo el sudor.
Porque el sudor frío de la muerte lo envolvía, aunque Carol no lo llegar a adivinar, y ella únicamente se sentó a su lado en el suelo, y gritó en sollozos que no se fuera, que volviera con ella, que lo llevaría a pasear a la avenida, que le compraría los domingos su cupón, que prepararía con él en primavera la huerta y que le iría a ver en su graduación.
Pero su abuelo no escuchaba.
Y fue un instante, abrió sus ojos grises, las miró a las dos, a ella y a su hermana, y los cerró.

Ya no respiraba. Paró su corazón.

La pequeña Carolina rompió a llorar, y temblaba, y combulsionaba, y gritó y se desplomó, y no le pudieron hacer marchar. 
El que primero marchó fue su abuelo en una caja, ella quedó sola con la muerte en la habitación un rato más.

Ainhoa Esteve Alcaraz

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