Los guerreros de Mío Cid dicen a voces que abran, pero están dentro con miedo, y no responden palabra. Aguijó el Cid su caballo y a la puerta se acercaba; el pie sacó del estribo y la puerta golpeaba. Nadie la pudo abrir, que estaba muy bien cerrada. Una niña de nueve años se acercó y así le hablaba: «¡Oh Campeador, que en buena hora ceñiste la espada! Abriros lo prohíbe el rey, anoche llegó su carta con advertencias muy graves, con lacre real sellada: bajo ninguna razón podremos daros posada; nos quitarán, si lo hacemos, nuestros bienes y las casas, e incluso nos sacarán los ojos de nuestras caras. Si nos causáis este daño, oh Cid, no ganaréis nada. Mejor que os ayude Dios con toda su gracia santa». Y cuando acabó de hablar, la niña tornó a su casa. Comprende el Cid que es del rey de quien ya no tiene gracia. Y se alejó de la puerta, por Burgos veloz pasaba; y llegó a Santa María: allí del caballo baja, allí se hincó de rodillas, y emocionado rezaba. Terminada su oración, el Cid de nuevo cabalga. |
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