Tardes
lluviosas…
Estaba sentada en
el escritorio, con una taza de café en mis manos, oyendo el repiqueteo del agua en los cristales. De vez en cuando pasaba alguien corriendo por delante
de mi ventana, debido a la abundante lluvia que caía sin descanso. El viento agitaba
los árboles y la noche cubría el cielo antes de lo esperado, llenándolo todo de
una oscuridad que dejaba tras de sí sombras con tenebrosas figuras. Mucha gente
decía que este tiempo no les gustaba nada, que les ponía triste, que el gris
del cielo y los tonos apagados de todo lo que te encontrabas por la calle y sin
un alma que la pisase, les deprimía. Sin embargo, a mí, días como estos me
recuerdan a cuando estaba con mis abuelos en su casa, en el pueblo. Nos solíamos
poner en frente de la chimenea, de manera que notábamos como el calor nos
cubría. Era una sensación muy relajante. Siempre me encontraba con un libro
entre las manos, dejando volar mi imaginación a la Edad Media, a la época de la
guerra, a los calurosos días de verano, en la playa… No había mejor manera de
pasar una tarde lluviosa de invierno que en la casa de mis abuelos. Rara vez he
vuelto a notar esa sensación. Desde que mis padres se divorciaron y mi madre me
trajo a este rincón abandonado, que se hace llamar pueblo pero no da la sensación de ser ni siquiera una
aldea, donde apenas llega la electricidad y el colegio más cercano está a
veinte kilómetros. Desde entonces, los días de lluvia se resumen en horas
tirada en el sofá, viendo alguna serie de televisión o una película y poco más.
Sin embargo le doy vueltas a mis recuerdos para poder revivir esos momentos una
y otra vez. Cierro los ojos y vuelvo a oír a mi abuela tocando el piano, la
pieza que tanto le gustaba y me la repetía desde pequeña. Sigo centrándome en
eso porque no me quiero contagiar de la tristeza general que crea este tipo de días,
a mí siempre me traerán buenos recuerdos.
Sara Moreno López
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