miércoles, 7 de mayo de 2014

De "El Buscón" de Quevedo

Fragmentos de El Buscón - Francisco de Quevedo - España

Niño espulgándose - Bartolomé Esteban Murillo
AL LECTOR
Qué deseoso te considero, lector u oidor -que los ciegos no pueden leer-, de registrar lo gracioso de Don Pablo, príncipe de la vida buscona.
Aquí hallarás, en todo género de picardía -de que pienso que los más gustan-, sutilezas, engaños, invenciones y modos, nacidos del ocio, para vivir a la droga, y no poco fruto podrás sacar de él si tienes atención al escarmiento. Y, cuando no lo hagas, aprovéchate de los sermones, que dudo nadie compre libro de burlas para apartarse de los incentivos de su natural depravado. Sea empero lo que quisieres; dale aplauso, que bien lo merece; y cuando te rías de sus chistes, alaba el ingenio de quien sabe conocer que tiene más deleite saber vidas de pícaros, descritas con gallardía, que otras invenciones de mayor ponderación.
Su autor ya le sabes; el precio del libro no lo ignoras, pues ya le tienes en tu casa, si no es que en la del librero le hojeas, cosa pesada para él y que se había de quitar con mucho rigor, que hay gorrones de libros como de almuerzos, y hombre que saca cuento leyendo a pedazos y en diversas veces y luego le zurce; y es gran lástima que tal se haga, porque este murmura sin costarle dineros, poltronería bastarda y miseria no hallada del Caballero de la Tenaza.¹ Dios te guarde del mal libro, de alguaciles y de mujer rubia, pedigüeña y carirredonda.²



LIBRO PRIMERO
Capítulo III
De cómo fui a un pupilaje por criado de don Diego Coronel

Determinó, pues, don Alonso de poner a su hijo en pupilaje; lo uno por apartarle de su regalo, y lo otro por ahorrar de cuidado. Supo que había en Segovia un licenciado Cabra, que tenía por oficio de criar hijos de caballeros, y envió allá el suyo, y a mí para que le acompañase y sirviese.

Entramos primer domingo después de Cuaresma en poder de la hambre viva, porque tal laceria no admite encarecimiento. Él era un clérigo cerbatana, largo sólo en el talle, una cabeza pequeña, pelo bermejo. No hay más que decir para quien sabe el refrán que dice, ni gato ni perro de aquella color. Los ojos avecindados en el cogote, que parecía que miraba por cuévanos; tan hundidos y oscuros que era buen sitio el suyo para tiendas de mercaderes; la nariz, entre Roma y Francia, porque se le había comido de unas búas de resfriado, que aun no fueron de vicio porque cuestan dinero; las barbas, descoloridas de miedo de la boca vecina, que de pura hambre parecía que amenazaba a comérselas; los dientes, le faltaban no sé cuántos, y pienso que por holgazanes y vagamundos se los habían desterrado; el gaznate, largo como de avestruz, con una nuez tan salida que parecía se iba a buscar de comer, forzada de la necesidad; los brazos secos; las manos como un manojo de sarmientos cada una. Mirado de medio abajo, parecía tenedor o compás, con dos piernas largas y flacas; su andar muy espacioso; si se descomponía algo, le sonaban los huesos como tablillas de San Lázaro; la habla, hética; la barba, grande, por nunca se la cortar por no gastar; y él decía que era tanto el asco que le daba ver la mano del barbero por su cara, que antes se dejaría matar que tal permitiese; cortábale los cabellos un muchacho de nosotros. Traía un bonete los días de sol, ratonado, con mil gateras y guarniciones de grasa; era de cosa que fue paño, con los fondos de caspa. La sotana, según decían algunos, era milagrosa, porque no se sabía de qué color era. Unos, viéndola tan sin pelo, la tenían por de cuero de rana; otros decían que era ilusión; desde cerca parecía negra y desde lejos, entre azul; llevábala sin ceñidor; no traía cuello ni puños; parecía, con los cabellos largos y la sotana mísera y corta, lacayuelo de la muerte. Cada zapato podía ser tumba de un filisteo. Pues ¿su aposento? Aun arañas no había en él; conjuraba los ratones, de miedo que no le royesen algunos mendrugos que guardaba; la cama tenía en el suelo, y dormía siempre de un lado, por no gastar las sábanas; al fin, era archipobre y protomiseria.

A poder, pues, de éste vine, y en su poder estuve con don Diego, y la noche que llegamos nos señaló nuestro aposento y nos hizo una plática corta, que por no gastar tiempo no duró más. Díjonos lo que habíamos de hacer; estuvimos ocupados en esto hasta la hora de comer; fuimos allá; comían los amos primero, y servíamos los criados.

El refitorio era un aposento como un medio celemín; sustentábanse a una mesa hasta cinco caballeros. Yo miré primero por los gatos, y como no los vi, pregunté que cómo no los había a un criado antiguo; el cual, de flaco, estaba ya con la marca del pupilaje. Comenzó a enternecerse, y dijo:

- ¿Cómo gatos? Pues ¿quién os ha dicho a vos que los gatos son amigos de ayunos y penitencias? En lo gordo se os echa de ver que sois nuevo.

Yo, con esto, me comencé a afligir, y más me asusté cuando advertí que todos los que de antes vivían en el pupilaje estaban como leznas, con unas caras que parecía se afeitaban con diaquilón. Sentóse el licenciado Cabra y echó la bendición; comieron una comida eterna, sin principio ni fin; trujeron caldo en unas escudillas de madera, tan claro, que en comer una de ellas peligrara Narciso más que en la fuente. Noté con la ansia que los macilentos dedos se echaban a nado tras un garbanzo huérfano y solo que estaba en el fondo. Decía Cabra a cada sorbo:

- Cierto que no hay tal cosa como la olla, digan lo que dijeren; todo lo demás es vicio y gula.

Acabando de decirlo echóse su escudilla a pechos, diciendo:

- Todo esto es salud, y otro tanto ingenio.

- ¡Mal ingenio te acabe!, decía yo entre mí cuando vi un mozo medio espíritu y tan flaco, con un plato de carne en las manos que parecía la había quitado de sí mismo. Venía un nabo aventurero a vueltas, y dijo el maestro:

-¿Nabos hay? No hay para mí perdiz que se le iguale; coman, que me huelgo de verlos comer.

Repartió a cada uno tan poco carnero, que en lo que se les pegó a las uñas y se les quedó entre los dientes, pienso que se consumió todo, dejando descomulgadas las tripas de participantes. Cabra los miraba y decía:

- Coman, que mozos son y me huelgo de ver sus buenas ganas.

Mire v. m. qué buen aliño para los que bostezaban de hambre.

Acabaron de comer y quedaron unos mendrugos en la mesa, y en el plato unos pellejos y unos huesos, y dijo el pupilero:

- Quede esto para los criados, que también han de comer; no lo queramos todo.

- ¡Mal te haga Dios y lo que has comido, lacerado -decía yo-, que tal amenaza has hecho a mis tripas!

Echó la bendición y dijo:

- Ea, demos lugar a los criados, y váyanse hasta las dos a hacer ejercicio, no les haga mal lo que han comido.

Entonces yo no pude tener la risa, abriendo toda la boca. Enojóse mucho y díjome que aprendiese modestia y tres o cuatro sentencias viejas, y fuese.

Sentámonos nosotros, y yo, que vi el negocio malparado y que mis tripas pedían justicia, como más sano y más fuerte que los otros, arremetí al plato, como arremetieron todos, y emboquéme de tres mendrugos los dos y el un pellejo. Comenzaron los otros a gruñir; al ruido entró Cabra, diciendo:

- Coman como hermanos, pues Dios les da con qué; no riñan, que para todos hay.

Volvióse al sol y dejónos solos. Certifico a v. m. que había uno de ellos, que se llamaba Surre, vizcaíno, tan olvidado ya de cómo y por dónde se comía, que una cortecilla que le cupo la llevó dos veces a los ojos, y entre tres no la acertaba a encaminar de las manos a la boca. Y pedí yo de beber, que los otros, por estar casi ayunos, no lo hacían, y diéronme un vaso con agua; y no le hube bien llegado a la boca cuando, como si fuera lavatorio de comunión, me lo quitó el mozo espiritado que dije. Levantéme con grande dolor de mi alma, viendo que estaba en casa donde se brindaba a las tripas y no hacían la razón.³ Diome gana de descomer, aunque no había comido; digo, de proveerme, y pregunté por las necesarias4 a un antiguo, y díjome:

- Como no lo son en esta casa, no las hay. Para una vez que os proveeréis mientras aquí estuviéredes, dondequiera podréis, que aquí estoy dos meses ha y no he hecho tal cosa sino el día que entré, como vos agora, de lo que cené en mi casa la noche antes.

¿Cómo encareceré yo mi tristeza y pena? Fue tanta, que considerando lo poco que había de entrar en mi cuerpo, no osé, aunque tenía gana, echar nada de él.

Entretuvímonos hasta la noche. Decíame don Diego que qué haría él para persuadir a las tripas que habían comido, porque no lo querían creer. Andaban vaguidos en aquella casa como en otras ahitos. Llegó la hora del cenar -pasóse la merienda en blanco-; cenamos mucho menos, y no carnero, sino un poco del nombre del maestro: cabra asada. Mire vuesa merced si inventara el diablo tal cosa. «Es cosa saludable -decía- cenar poco, para tener el estómago desocupado», y citaba una retahíla de médicos infernales. Decía alabanzas de la dieta, y que ahorraba un hombre sueños pesados, sabiendo que en su casa no se podía soñar otra cosa sino que comían. Cenaron, y cenamos todos, y no cenó ninguno.
...
De Historia de la vida del buscón, llamado don Pablos, ejemplo de vagamundos y espejo de tacaños

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