martes, 17 de diciembre de 2024

 SE ACERCAN LAS VACACIONES NAVIDEÑAS, AQUÍ TENÉIS UNA SELECCIÓN DE CANCIONES CON LETRA EN ESPAÑOL PARA AMENIZAR LOS ÚLTIMOS DÍAS DEL AÑO. SALUD Y BUEN 2025.

Metallica: One: https://www.youtube.com/watch?v=Us9XV7ML2J4

Queen: Innuendo: https://www.youtube.com/watch?v=sGN9FtLSFyQ

Pink Floyd: Another brick on the wall: https://www.youtube.com/watch?v=aJkjx4fbFOE

Bruce Springsteen: The river: https://www.youtube.com/watch?v=gYnqJHXoboY

Queen: The show must go on: https://www.youtube.com/watch?v=NEjoFJziUW4

Silvia Pérez Cruz: Vals vienés: https://www.youtube.com/watch?v=vx5CW0Vyvi8

Lehonard Cohen: Vals vienés: https://www.youtube.com/watch?v=jWMOqVKHeSQ

miércoles, 30 de octubre de 2024

martes, 8 de octubre de 2024

 CAPÍTULO XXXI DE "NIEBLA", DE UNAMUNO

Capítulo 31

Aquella tempestad del alma de Augusto terminó, como en terrible calma, en decisión de suicidarse. Quería acabar consigo mismo, que era la fuente de sus desdichas propias. Mas antes de llevar a cabo su propósito, como el náufrago que se agarra a una débil tabla, ocurriósele consultarlo conmigo, con el autor de todo este relato. Por entonces había leído Augusto un ensayo mío en que, aunque de pasada, hablaba del suicidio, y tal impresión pareció hacerle, así como otras cosas que de mí había leído, que no quiso dejar este mundo sin haberme conocido y platicado un rato conmigo. Emprendió, pues, un viaje acá, a Salamanca, donde hace más de veinte años vivo, para visitarme.

Cuando me anunciaron su visita sonreí enigmáticamente y le mandé pasar

a mi despacho-librería. Entró en él como un fantasma, miró a un retrato mío al óleo que allí preside a los libros de mi librería, y a una seña mía se sentó, frente a mí. Empezó hablándome de mis trabajos literarios y más o menos filosóficos, demostrando conocerlos bastante bien, lo que no dejó, ¡claro está!, de halagarme, y en seguida empezó a contarme su vida y sus desdichas. Le atajé diciéndole que se ahorrase aquel trabajo, pues de las vicisitudes de su vida sabía yo tanto como él, y se lo demostré citándole los más íntimos pormenores y los que él creía más secretos. Me miró con ojos de verdadero terror y como quien mira a un ser increííble; creí notar que se le alteraba el color y traza del semblante y que hasta temblaba. Le tenía yo fascinado.

—¡Parece mentira! —repetía—, ¡parece mentira! A no verlo no lo creería…

No sé si estoy despierto o soñando…

—Ni despierto ni soñando —le contesté.

—No me lo explico… no me lo explico —añadió—; mas puesto que usted parece saber sobre mí tanto como sé yo mismo, acaso adivine mi

propósito…

—Sí —le dije—, tú —y recalqué este tú con un tono autoritario—, tú,

abrumado por tus desgracias, has concebido la diabólica idea de

suicidarte, y antes de hacerlo, movido por algo que has leído en uno de mis últimos ensayos, vienes a consultármelo.

El pobre hombre temblaba como un azogado, mirándome como un

poseído miraría. Intentó levantarse, acaso para huir de mí; no podía. No disponía de sus fuerzas.

—¡No, no te muevas! —le ordené.

—Es que… es que… —balbuceó.

—Es que tú no puedes suicidarte, aunque lo quieras.

—¿Cómo? —exclamó al verse de tal modo negado y contradicho.

—Sí. Para que uno se pueda matar a sí mismo, ¿qué es menester? —le pregunté.

—Que tenga valor para hacerlo —me contestó.

—No —le dije—, ¡que esté vivo!

—¡Desde luego!

—¡Y tú no estás vivo!

—¿Cómo que no estoy vivo?, ¿es que me he muerto? —y empezó, sin darse clara cuenta de lo que hacía, a palparse a sí mismo.

—¡No, hombre, no! —le repliqué—. Te dije antes que no estabas ni

despierto ni dormido, y ahora te digo que no estás ni muerto ni vivo.

—¡Acabe usted de explicarse de una vez, por Dios!, ¡acabe de explicarse! —me suplicó consternado—, porque son tales las cosas que estoy viendo y oyendo esta tarde, que temo volverme loco.

—Pues bien; la verdad es, querido Augusto —le dije con la más dulce de mis voces—, que no puedes matarte porque no estás vivo, y que no estás vivo, ni tampoco muerto, porque no existes…

—¿Cómo que no existo? ——exclamó.

—No, no existes más que como ente de ficción; no eres, pobre Augusto, más que un producto de mi fantasía y de las de aquellos de mis lectores que lean el relato que de tus fingidas venturas y malandanzas he escrito yo; tú no eres más que un personaje de novela, o de nivola, o como quieras llamarle. Ya sabes, pues, tu secreto.

Al oír esto quedóse el pobre hombre mirándome un rato con una de esas miradas perforadoras que parecen atravesar la mira a ir más allá, miró luego un momento a mi retrato al óleo que preside a mis libros, le volvió el color y el aliento, fue recobrándose, se hizo dueño de sí, apoyó los codos en mi camilla, a que estaba arrimado frente a mí y, la cara en las palmas de las manos y mirándome con una sonrisa en los ojos, me dijo lentamente:

—Mire usted bien, don Miguel… no sea que esté usted equivocado y que ocurra precisamente todo lo contrario de lo que usted se cree y me dice.

—Y ¿qué es lo contrario? —le pregunté alarmado de verle recobrar vida propia.

—No sea, mi querido don Miguel —añadió—, que sea usted y no yo el ente de ficción, el que no existe en realidad, ni vivo, ni muerto… No sea que usted no pase de ser un pretexto para que mi historia llegue al mundo…

—¡Eso más faltaba! —exclamé algo molesto.

—No se exalte usted así, señor de Unamuno —me replicó—, tenga calma.

Usted ha manifestado dudas sobre mi existencia…

—Dudas no —le interrumpí—; certeza absoluta de que tú no existes fuera de mi producción novelesca.

—Bueno, pues no se incomode tanto si yo a mi vez dudo de la existencia de usted y no de la mía propia. Vamos a cuentas: ¿no ha sido usted el que no una sino varias veces ha dicho que don Quijote y Sancho son no ya tan reales, sino más reales que Cervantes?

—No puedo negarlo, pero mi sentido al decir eso era…

—Bueno, dejémonos de esos sentires y vamos a otra cosa. Cuando un hombre dormido a inerte en la cama sueña algo, ¿qué es lo que más existe, él como conciencia que sueña, o su sueño?

—¿Y si sueña que existe él mismo, el soñador? —le repliqué a mi vez.

—En ese caso, amigo don Miguel, le pregunto yo a mi vez, ¿de qué

manera existe él, como soñador que se sueña, o como soñado por sí mismo? Y fíjese, además, en que al admitir esta discusión conmigo me reconoce ya existencia independiente de sí.

—¡No, eso no!, ¡eso no! —le dije vivamente—. Yo necesito discutir, sin discusión no vivo y sin contradicción, y cuando no hay fuera de mí quien me discuta y contradiga invento dentro de mí quien lo haga. Mis monólogos son diálogos.

—Y acaso los diálogos que usted forje no sean más que monólogos…

—Puede ser. Pero te digo y repito que tú no existes fuera de mí…

—Y yo vuelvo a insinuarle a usted la idea de que es usted el que no existe fuera de mí y de los demás personajes a quienes usted cree haber inventado. Seguro estoy de que serían de mi opinión don Avito Carrascal y el gran don Fulgencio…

—No mientes a ese…

—Bueno, basta, no le moteje usted. Y vamos a ver, ¿qué opina usted de mi suicidio?

—Pues opino que como tú no existes más que en mi fantasía, te lo repito, y como no debes ni puedes hacer sino lo que a mí me dé la gana, y como no me da la real gana de que te suicides, no te suicidarás. ¡Lo dicho!

—Eso de no me da la real gana, señor de Unamuno, es muy español, pero es muy feo. Y además, aun suponiendo su peregrina teoría de que yo no existo de veras y usted sí, de que yo no soy más que un ente de ficción, producto de la fantasía novelesca o nivolesca de usted, aun en ese caso yo no debo estar sometido a lo que llama usted su real gana, a su capricho. Hasta los llamados entes de ficción tienen su lógica interna…

—Sí, conozco esa cantata.

—En efecto; un novelista, un dramaturgo, no pueden hacer en absoluto lo que se les antoje de un personaje que creen; un ente de ficción novelesca no puede hacer, en buena ley de arte, lo que ningún lector esperaría que hiciese… —Un ser novelesco tal vez…

—¿Entonces?

—Pero un ser nivolesco…

—Dejemos esas bufonadas que me ofenden y me hieren en lo más vivo. Yo, sea por mí mismo, según creo, sea porque usted me lo ha dado, según supone usted, tengo mi carácter, mi modo de ser, mi lógica interior, y esta lógica me pide que me suicide…

—¡Eso te creerás tú, pero te equivocas!

—A ver, ¿por qué me equivoco?, ¿en qué me equivoco? Muéstreme usted en qué está mi equivocación. Como la ciencia más difícil que hay es la de conocerse uno a sí mismo, fácil es que esté yo equivocado y que no sea el suicidio la solución más lógica de mis desventuras, pero demuéstremelo usted. Porque si es difícil, amigo don Miguel, ese conocimiento propio de sí mismo, hay otro conocimiento que me parece no menos difícil que el…

—¿Cuál es? —le pregunté.

Me miró con una enigmática y socarrona sonrisa y lentamente me dijo:

—Pues más difícil aún que el que uno se conozca a sí mismo es el que un novelista o un autor dramático conozca bien a los personajes que finge o cree fingir…

Empezaba yo a estar inquieto con estas salidas de Augusto, y a perder mi paciencia.

—E insisto —añadió— en que aun concedido que usted me haya dado el ser y un ser ficticio, no puede usted, así como así y porque sí, porque le dé la real gana, como dice, impedirme que me suicide.

—¡Bueno, basta!, ¡basta! —exclamé dando un puñetazo en la camilla— ¡cállate!, ¡no quiero oír más impertinencias… ! ¡Y de una criatura mía! Y como ya me tienes harto y además no sé ya qué hacer de ti, decido ahora mismo no ya que no te suicides, sino matarte yo. ¡Vas a morir, pues, pero pronto! ¡Muy pronto!

—¿Cómo? —exclamó Augusto sobresaltado—, ¿que me va usted a dejar morir, a hacerme morir, a matarme?

—¡Sí, voy a hacer que mueras!

—¡Ah, eso nunca!, ¡nunca!, ¡nunca! —gritó.

—¡Ah! —le dije mirándole con lástima y rabia—. ¿Conque estabas

dispuesto a matarte y no quieres que yo te mate? ¿Conque ibas a quitarte la vida y te resistes a que te la quite yo?

—Sí, no es lo mismo…

—En efecto, he oído contar casos análogos. He oído de uno que salió una noche armado de un revólver y dispuesto a quitarse la vida, salieron uno ladrones a robarle, le atacaron, se defendió, mató a uno de ellos, huyeron los demás, y al ver que había comprado su vida por la de otro renunció a su propósito.

—Se comprende —observó Augusto—; la cosa era quitar a alguien la vida, matar un hombre, y ya que mató a otro, ¿a qué había de matarse? Los más de los suicidas son homicidas frustrados; se matan a sí mismos por falta de valor para matar a otros…

—¡Ah, ya, te entiendo, Augusto, te entiendo! Tú quieres decir que si

tuvieses valor para matar a Eugenia o a Mauricio o a los dos no pensarías en matarte a ti mismo, ¿eh?

—¡Mire usted, precisamente a esos… no!

—¿A quién, pues?

—¡A usted! —y me miró a los ojos.

—¿Cómo? —exclamé poniéndome en pie—, ¿cómo? Pero ¿se te ha pasado por la imaginación matarme?, ¿tú?, ¿y a mí?

—Siéntese y tenga calma. ¿O es que cree usted, amigo don Miguel, que sería el primer caso en que un ente de ficción, como usted me llama, matara a aquel a quien creyó darle ser… ficticio?

—¡Esto ya es demasiado —decía yo paseándome por mi despacho—, esto pasa de la raya! Esto no sucede más que…

—Más que en las nivolas —concluyó él con sorna.

—¡Bueno, basta!, ¡basta!, ¡basta! ¡Esto no se puede tolerar! ¡Vienes a consultarme, a mí, y tú empiezas por discutirme mi propia existencia, después el derecho que tengo a hacer de ti lo que me dé la real gana, sí, así como suena, lo que me dé la real gana, lo que me salga de…

—No sea usted tan español, don Miguel…

—¡Y eso más, mentecato! ¡Pues sí, soy español, español de nacimiento, de educación, de cuerpo, de espíritu, de lengua y hasta de profesión y oficio; español sobre todo y ante todo, y el españolismo es mi religión, y el cielo en que quiero creer es una España celestial y eterna y mi Dios un

Dios español, el de Nuestro Señor Don Quijote, un Dios que piensa en español y en español dijo: ¡sea la luz!, y su verbo fue verbo español…

—Bien, ¿y qué? —me interrumpió, volviéndome a la realidad.

—Y luego has insinuado la idea de matarme. ¿Matarme?, ¿a mí?, ¿tú?

¡Morir yo a manos de una de mis criaturas! No tolero más. Y para castigar tu osadía y esas doctrinas disolventes, extravagantes, anárquicas, con que te me has venido, resuelvo y fallo que te mueras. En cuanto llegues a tu casa te morirás. ¡Te morirás, te lo digo, te morirás!

—Pero ¡por Dios!… —exclamó Augusto, ya suplicante y de miedo

tembloroso y pálido.

—No hay Dios que valga. ¡Te morirás!

—Es que yo quiero vivir, don Miguel, quiero vivir, quiero vivir…

—¿No pensabas matarte?

—¡Oh, si es por eso, yo le juro, señor de Unamuno, que no me mataré, que no me quitaré esta vida que Dios o usted me han dado; se lo juro…

Ahora que usted quiere matarme quiero yo vivir, vivir, vivir…

 

—¡Vaya una vida! —exclamé.

—Sí, la que sea. Quiero vivir, aunque vuelva a ser burlado, aunque otra Eugenia y otro Mauricio me desgarren el corazón. Quiero vivir, vivir, vivir…

—No puede ser ya… no puede ser…

—Quiero vivir, vivir… y ser yo, yo, yo…

—Pero si tú no eres sino lo que yo quiera…

—¡Quiero ser yo, ser yo!, ¡quiero vivir! —y le lloraba la voz.

—No puede ser… no puede ser…

—Mire usted, don Miguel, por sus hijos, por su mujer, por lo que más quiera… Mire que usted no será usted… que se morirá.

Cayó a mis pies de hinojos, suplicante y exclamando:

—¡Don Miguel, por Dios, quiero vivir, quiero ser yo!

—¡No puede ser, pobre Augusto —le dije cogiéndole una mano y

levantándole—, no puede ser! Lo tengo ya escrito y es irrevocable; no puedes vivir más. No sé qué hacer ya de ti. Dios, cuando no sabe qué hacer de nosotros, nos mata. Y no se me olvida que pasó por tu mente la idea de matarme…

—Pero si yo, don Miguel…

—No importa; sé lo que me digo. Y me temo que, en efecto, si no te mato pronto acabes por matarme tú.

—Pero ¿no quedamos en que… ?

—No puede ser, Augusto, no puede ser. Ha llegado tu hora. Está ya

escrito y no puedo volverme atrás. Te morirás. Para lo que ha de valerte ya la vida…

—Pero… por Dios… —No hay pero ni Dios que valgan. ¡Vete!

—¿Conque no, eh? —me dijo—, ¿conque no? No quiere usted dejarme ser yo, salir de la niebla, vivir, vivir, vivir, verme, oírme, tocarme, sentirme,  dolerme, serme: ¿conque no lo quiere?, ¿conque he de morir ente de ficción? Pues bien, mi señor creador don Miguel, ¡también usted se morirá, también usted, y se volverá a la nada de que salió… ! ¡Dios dejará de soñarle! ¡Se morirá usted, sí, se morirá, aunque no lo quiera; se morirá usted y se morirán todos los que lean mi historia, todos, todos, todos sin quedar uno! ¡Entes de ficción como yo; lo mismo que yo! Se morirán todos, todos, todos. Os lo digo yo, Augusto Pérez, ente ficticio como vosotros, nivolesco lo mismo que vosotros. Porque usted, mi creador, mi don Miguel, no es usted más que otro ente nivolesco, y entes nivolescos sus lectores, lo mismo que yo, que Augusto Pérez, que su víctima…

—¿Víctima? —exclamé.

—¡Víctima, sí! ¡Crearme para dejarme morir!, ¡usted también se morirá! El que crea se crea y el que se crea se muere. ¡Morirá usted, don Miguel, morirá usted, y morirán todos los que me piensen! ¡A morir, pues!

Este supremo esfuerzo de pasión de vida, de ansia de inmortalidad, le dejó extenuado al pobre Augusto.

Y le empujé a la puerta, por la que salió cabizbajo. Luego se tanteó como si dudase ya de su propia existencia. Yo me enjugué una lágrima furtiva.

 

 FRAGMENTO DEL CAPÍTULO XVII DE "NIEBLA", DE UNAMUNO (CONCEPTO DE NIVOLA)

—Pero ¿te has metido a escribir una novela?

—¿Y qué quieres que hiciese?

—¿Y cuál es su argumento, si se puede saber?

—Mi novela no tiene argumento, o mejor dicho, será el que vaya saliendo.

El argumento se hace él solo.

—¿Y cómo es eso?

—Pues mira, un día de estos que no sabía bien qué pacer, pero sentía

ansia de hacer algo, una comezón muy íntima, un escarabajeo de la

fantasía, me dije: voy a escribir una novela, pero voy a escribirla como se

vive, sin saber lo que vendrá. Me senté, cogí unas cuartillas y empecé lo

primero que se me ocurrió, sin saber lo que seguiría, sin plan alguno. Mis

personajes se irán haciendo según obren y hablen, sobre todo según

hablen; su carácter se irá formando poco a poco. Y a las veces su carácter

será el de no tenerlo.

 

—Sí, como el mío.

—No sé. Ello irá saliendo. Yo me dejo llevar.

—¿Y hay psicología?, ¿descripciones?

—Lo que hay es diálogo; sobre todo diálogo. La cosa es que los

personajes hablen, que hablen mucho, aunque no digan nada.

—Eso te lo habrá insinuado Elena, ¿eh?

—¿Por qué?

—Porque una vez que me pidió una novela para matar el tiempo, recuerdo

que me dijo que tuviese mucho diálogo y muy cortado.

—Sí, cuando en una que lee se encuentra con largas descripciones,

sermones o relatos, los salta diciendo: ¡paja!, ¡paja!, ¡paja! Para ella sólo el

diálogo no es paja. Y ya ves tú, puede muy bien repartirse un sermón en

un diálogo…

—¿Y por qué será esto?… —Pues porque a la gente le gusta la

conversación por la conversación misma, aunque no diga nada. Hay quien

no resiste un discurso de media hora y se está tres horas charlando en un

café. Es el encanto de la conversación, de hablar por hablar, del hablar

roto a interrumpido.

—También a mí el tono de discurso me carga…

—Sí, es la complacencia del hombre en el habla, y en el habla viva… Y

sobre todo que parezca que el autor no dice las cosas por sí, no nos

molesta con su personalidad, con su yo satánico. Aunque, por supuesto,

todo lo que digan mis personajes lo digo yo…

—Eso pasta cierto punto…

—¿Cómo hasta cierto punto?

—Sí, que empezarás creyendo que los llevas tú, de tu mano, y es fácil que

acabes convenciéndote de que son ellos los que te llevan. Es muy

frecuente que un autor acabe por ser juguete de sus ficciones…

 

—Tal vez, pero el caso es que en esa novela pienso meter todo lo que se

me ocurra, sea como fuere.

—Pues acabará no siendo novela.

—No, será… será… nivola.

—Y ¿qué es eso, qué es nivola?

—Pues le he oído contar a Manuel Machado, el poeta, el hermano de

Antonio, que una vez le llevó a don Eduardo Benoit, para leérselo, un

soneto que estaba en alejandrinos o en no sé qué otra forma heterodoxa.

Se lo leyó y don Eduardo le dijo: «Pero ¡eso no es soneto!… » «No, señor

—le contestó Machado—, no es soneto, es… sonite.» Pues así con mi

novela, no va a ser novela, sino… ¿cómo dije?, navilo… nebulo, no, no,

nivola, eso es, ¡nivola! Así nadie tendrá derecho a decir que deroga las

leyes de su género… Invento el género, a inventar un género no es más

que darle un nombre nuevo, y le doy las leyes que me place. ¡Y mucho

diálogo!

—¿Y cuando un personaje se queda solo?

—Entonces… un monólogo. Y para que parezca algo así como un diálogo

invento un perro a quien el personaje se dirige.

—¿Sabes, Víctor, que se me antoja que me estás inventando?…

—¡Puede ser!

Al separarse uno de otro, Víctor y Augusto, iba diciéndose este: «Y esta mi

vida, ¿es novela, es nivola o qué es? Todo esto que me pasa y que les

pasa a los que me rodean, ¿es realidad o es ficción? ¿No es acaso todo

esto un sueño de Dios o de quien sea, que se desvanecerá en cuanto Él

despierte, y por eso le rezamos y elevamos a Él cánticos a himnos, para

adormecerle, para cunar su sueño? ¿No es acaso la liturgia de todas las

religiones un modo de brezar el sueño de Dios y que no despierte y deje

de soñarnos? ¡Ay, mi Eugenia!, ¡mi Eugenia! Y mi Rosarito… »

—¡Hola, Orfeo!

Orfeo le había salido al encuentro, brincaba, le quería trepar piernas

 

arriba. Cogióle y el animalito empezó a lamerle la mano.

—Señorito —le dijo Liduvina—, ahí le aguarda Rosarito con la plancha.

—¿Y cómo no la despachaste tú?

—Qué sé yo… Le dije que el señorito no podía tardar, que si quería

aguardarse…

—Pero podías haberle despachado como otras veces…

—Sí, pero… en fin, usted me entiende…

—¡Liduvina! ¡Liduvina!

—Es mejor que la despache usted mismo.

—Voy allá.

 

martes, 1 de octubre de 2024

 

CASTILLA, de MANUEL MACHADO

El ciego sol se estrella
en las duras aristas de las armas,
llaga de luz los petos y espaldares
y flamea en las puntas de las lanzas.
El ciego sol, la sed y la fatiga
Por la terrible estepa castellana,
al destierro, con doce de los suyos
-polvo, sudor y hierro- el Cid cabalga.
Cerrado está el mesón a piedra y lodo.

Nadie responde... Al pomo de la espada
y al cuento de las picas el postigo
va a ceder ¡Quema el sol, el aire abrasa!
A los terribles golpes
de eco ronco, una voz pura, de plata
y de cristal, responde... Hay una niña
muy débil y muy blanca
en el umbral. Es toda
ojos azules, y en los ojos. lágrimas.
Oro pálido nimba
su carita curiosa y asustada.

Buen Cid, pasad. El rey nos dará muerte,
arruinará la casa
y sembrará de sal el pobre campo
que mi padre trabaja...
Idos. El cielo os colme de venturas...
¡En nuestro mal, oh Cid, no ganáis nada!

Calla la niña y llora sin gemido...
Un sollozo infantil cruza la escuadra
de feroces guerreros,
y una voz inflexible grita: ¡En marcha!
El ciego sol, la sed y la fatiga...
Por la terrible estepa castellana,
al destierro, con doce de los suyos
-polvo, sudor y hierro- el Cid cabalga.

lunes, 30 de septiembre de 2024

 Y OTROS DOS POEMAS DE RUBÉN DARÍO

Yo soy aquel que ayer no más decía

el verso azul y la canción profana,

en cuya noche un ruiseñor había

que era alondra de luz por la mañana.

El dueño fui de mi jardín de sueño,
lleno de rosas y de cisnes vagos;
el dueño de las tórtolas, el dueño
de góndolas y liras en los lagos;

y muy siglo diez y ocho y muy antiguo
y muy moderno; audaz, cosmopolita;
con Hugo fuerte y con Verlaine ambiguo,
y una sed de ilusiones infinita.

Yo supe del dolor desde mi infancia,
mi Juventud… ¿fue juventud la mía?
Sus rosas aún me dejan su fragancia,
una fragancia de melancolía…

Potro sin freno se lanzó mi instinto,
mi juventud montó potro sin freno;
iba embriagada y con puñal al cinto;
si no cayó, fue porque Dios es bueno.


                                                     LO FATAL


Dichoso el árbol, que es apenas sensitivo,
y más la piedra dura porque esa ya no siente,
pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,
ni mayor pesadumbre que la vida consciente.

                        Ser, y no saber nada, y ser sin rumbo cierto,
                        y el temor de haber sido y un futuro terror…
                        Y el espanto seguro de estar mañana muerto,
                        y sufrir por la vida y por la sombra y por

                        lo que no conocemos y apenas sospechamos,
                        y la carne que tienta con sus frescos racimos,
                        y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos,

                        ¡y no saber a dónde vamos,
                        ni de dónde venimos!…