CAPÍTULO XXXI DE "NIEBLA", DE UNAMUNO
Capítulo 31
Aquella tempestad del alma de Augusto
terminó, como en terrible calma, en decisión de suicidarse. Quería acabar
consigo mismo, que era la fuente de sus desdichas propias. Mas antes de llevar
a cabo su propósito, como el náufrago que se agarra a una débil tabla,
ocurriósele consultarlo conmigo, con el autor de todo este relato. Por entonces
había leído Augusto un ensayo mío en que, aunque de pasada, hablaba del
suicidio, y tal impresión pareció hacerle, así como otras cosas que de mí había
leído, que no quiso dejar este mundo sin haberme conocido y platicado un rato conmigo.
Emprendió, pues, un viaje acá, a Salamanca, donde hace más de veinte años vivo,
para visitarme.
Cuando me anunciaron su visita sonreí
enigmáticamente y le mandé pasar
a mi despacho-librería. Entró en él
como un fantasma, miró a un retrato mío al óleo que allí preside a los libros
de mi librería, y a una seña mía se sentó, frente a mí. Empezó hablándome de
mis trabajos literarios y más o menos filosóficos, demostrando conocerlos
bastante bien, lo que no dejó, ¡claro está!, de halagarme, y en seguida empezó
a contarme su vida y sus desdichas. Le atajé diciéndole que se ahorrase aquel
trabajo, pues de las vicisitudes de su vida sabía yo tanto como él, y se lo
demostré citándole los más íntimos pormenores y los que él creía más secretos.
Me miró con ojos de verdadero terror y como quien mira a un ser increííble;
creí notar que se le alteraba el color y traza del semblante y que hasta
temblaba. Le tenía yo fascinado.
—¡Parece mentira! —repetía—, ¡parece
mentira! A no verlo no lo creería…
No sé si estoy despierto o soñando…
—Ni despierto ni soñando —le contesté.
—No me lo explico… no me lo explico —añadió—;
mas puesto que usted parece saber sobre mí tanto como sé yo mismo, acaso
adivine mi
propósito…
—Sí —le dije—, tú —y recalqué este tú
con un tono autoritario—, tú,
abrumado por tus desgracias, has
concebido la diabólica idea de
suicidarte, y antes de hacerlo, movido
por algo que has leído en uno de mis últimos ensayos, vienes a consultármelo.
El pobre hombre temblaba como un
azogado, mirándome como un
poseído miraría. Intentó levantarse,
acaso para huir de mí; no podía. No disponía de sus fuerzas.
—¡No, no te muevas! —le ordené.
—Es que… es que… —balbuceó.
—Es que tú no puedes suicidarte,
aunque lo quieras.
—¿Cómo? —exclamó al verse de tal modo
negado y contradicho.
—Sí. Para que uno se pueda matar a sí
mismo, ¿qué es menester? —le pregunté.
—Que tenga valor para hacerlo —me
contestó.
—No —le dije—, ¡que esté vivo!
—¡Desde luego!
—¡Y tú no estás vivo!
—¿Cómo que no estoy vivo?, ¿es que me
he muerto? —y empezó, sin darse clara cuenta de lo que hacía, a palparse a sí
mismo.
—¡No, hombre, no! —le repliqué—. Te
dije antes que no estabas ni
despierto ni dormido, y ahora te digo
que no estás ni muerto ni vivo.
—¡Acabe usted de explicarse de una
vez, por Dios!, ¡acabe de explicarse! —me suplicó consternado—, porque son
tales las cosas que estoy viendo y oyendo esta tarde, que temo volverme loco.
—Pues bien; la verdad es, querido
Augusto —le dije con la más dulce de mis voces—, que no puedes matarte porque
no estás vivo, y que no estás vivo, ni tampoco muerto, porque no existes…
—¿Cómo que no existo? ——exclamó.
—No, no existes más que como ente de
ficción; no eres, pobre Augusto, más que un producto de mi fantasía y de las de
aquellos de mis lectores que lean el relato que de tus fingidas venturas y
malandanzas he escrito yo; tú no eres más que un personaje de novela, o de
nivola, o como quieras llamarle. Ya sabes, pues, tu secreto.
Al oír esto quedóse el pobre hombre
mirándome un rato con una de esas miradas perforadoras que parecen atravesar la
mira a ir más allá, miró luego un momento a mi retrato al óleo que preside a
mis libros, le volvió el color y el aliento, fue recobrándose, se hizo dueño de
sí, apoyó los codos en mi camilla, a que estaba arrimado frente a mí y, la cara
en las palmas de las manos y mirándome con una sonrisa en los ojos, me dijo lentamente:
—Mire usted bien, don Miguel… no sea
que esté usted equivocado y que ocurra precisamente todo lo contrario de lo que
usted se cree y me dice.
—Y ¿qué es lo contrario? —le pregunté
alarmado de verle recobrar vida propia.
—No sea, mi querido don Miguel —añadió—,
que sea usted y no yo el ente de ficción, el que no existe en realidad, ni
vivo, ni muerto… No sea que usted no pase de ser un pretexto para que mi
historia llegue al mundo…
—¡Eso más faltaba! —exclamé algo
molesto.
—No se exalte usted así, señor de
Unamuno —me replicó—, tenga calma.
Usted ha manifestado dudas sobre mi
existencia…
—Dudas no —le interrumpí—; certeza
absoluta de que tú no existes fuera de mi producción novelesca.
—Bueno, pues no se incomode tanto si
yo a mi vez dudo de la existencia de usted y no de la mía propia. Vamos a
cuentas: ¿no ha sido usted el que no una sino varias veces ha dicho que don
Quijote y Sancho son no ya tan reales, sino más reales que Cervantes?
—No puedo negarlo, pero mi sentido al
decir eso era…
—Bueno, dejémonos de esos sentires y
vamos a otra cosa. Cuando un hombre dormido a inerte en la cama sueña algo,
¿qué es lo que más existe, él como conciencia que sueña, o su sueño?
—¿Y si sueña que existe él mismo, el
soñador? —le repliqué a mi vez.
—En ese caso, amigo don Miguel, le
pregunto yo a mi vez, ¿de qué
manera existe él, como soñador que se
sueña, o como soñado por sí mismo? Y fíjese, además, en que al admitir esta
discusión conmigo me reconoce ya existencia independiente de sí.
—¡No, eso no!, ¡eso no! —le dije
vivamente—. Yo necesito discutir, sin discusión no vivo y sin contradicción, y
cuando no hay fuera de mí quien me discuta y contradiga invento dentro de mí
quien lo haga. Mis monólogos son diálogos.
—Y acaso los diálogos que usted forje
no sean más que monólogos…
—Puede ser. Pero te digo y repito que
tú no existes fuera de mí…
—Y yo vuelvo a insinuarle a usted la
idea de que es usted el que no existe fuera de mí y de los demás personajes a
quienes usted cree haber inventado. Seguro estoy de que serían de mi opinión
don Avito Carrascal y el gran don Fulgencio…
—No mientes a ese…
—Bueno, basta, no le moteje usted. Y
vamos a ver, ¿qué opina usted de mi suicidio?
—Pues opino que como tú no existes más
que en mi fantasía, te lo repito, y como no debes ni puedes hacer sino lo que a
mí me dé la gana, y como no me da la real gana de que te suicides, no te
suicidarás. ¡Lo dicho!
—Eso de no me da la real gana, señor
de Unamuno, es muy español, pero es muy feo. Y además, aun suponiendo su
peregrina teoría de que yo no existo de veras y usted sí, de que yo no soy más
que un ente de ficción, producto de la fantasía novelesca o nivolesca de usted,
aun en ese caso yo no debo estar sometido a lo que llama usted su real gana, a
su capricho. Hasta los llamados entes de ficción tienen su lógica interna…
—Sí, conozco esa cantata.
—En efecto; un novelista, un
dramaturgo, no pueden hacer en absoluto lo que se les antoje de un personaje
que creen; un ente de ficción novelesca no puede hacer, en buena ley de arte,
lo que ningún lector esperaría que hiciese… —Un ser novelesco tal vez…
—¿Entonces?
—Pero un ser nivolesco…
—Dejemos esas bufonadas que me ofenden
y me hieren en lo más vivo. Yo, sea por mí mismo, según creo, sea porque usted
me lo ha dado, según supone usted, tengo mi carácter, mi modo de ser, mi lógica
interior, y esta lógica me pide que me suicide…
—¡Eso te creerás tú, pero te
equivocas!
—A ver, ¿por qué me equivoco?, ¿en qué
me equivoco? Muéstreme usted en qué está mi equivocación. Como la ciencia más
difícil que hay es la de conocerse uno a sí mismo, fácil es que esté yo
equivocado y que no sea el suicidio la solución más lógica de mis desventuras,
pero demuéstremelo usted. Porque si es difícil, amigo don Miguel, ese
conocimiento propio de sí mismo, hay otro conocimiento que me parece no menos
difícil que el…
—¿Cuál es? —le pregunté.
Me miró con una enigmática y socarrona
sonrisa y lentamente me dijo:
—Pues más difícil aún que el que uno
se conozca a sí mismo es el que un novelista o un autor dramático conozca bien
a los personajes que finge o cree fingir…
Empezaba yo a estar inquieto con estas
salidas de Augusto, y a perder mi paciencia.
—E insisto —añadió— en que aun
concedido que usted me haya dado el ser y un ser ficticio, no puede usted, así
como así y porque sí, porque le dé la real gana, como dice, impedirme que me
suicide.
—¡Bueno, basta!, ¡basta! —exclamé
dando un puñetazo en la camilla— ¡cállate!, ¡no quiero oír más impertinencias…
! ¡Y de una criatura mía! Y como ya me tienes harto y además no sé ya qué hacer
de ti, decido ahora mismo no ya que no te suicides, sino matarte yo. ¡Vas a
morir, pues, pero pronto! ¡Muy pronto!
—¿Cómo? —exclamó Augusto sobresaltado—,
¿que me va usted a dejar morir, a hacerme morir, a matarme?
—¡Sí, voy a hacer que mueras!
—¡Ah, eso nunca!, ¡nunca!, ¡nunca! —gritó.
—¡Ah! —le dije mirándole con lástima y
rabia—. ¿Conque estabas
dispuesto a matarte y no quieres que
yo te mate? ¿Conque ibas a quitarte la vida y te resistes a que te la quite yo?
—Sí, no es lo mismo…
—En efecto, he oído contar casos
análogos. He oído de uno que salió una noche armado de un revólver y dispuesto
a quitarse la vida, salieron uno ladrones a robarle, le atacaron, se defendió,
mató a uno de ellos, huyeron los demás, y al ver que había comprado su vida por
la de otro renunció a su propósito.
—Se comprende —observó Augusto—; la
cosa era quitar a alguien la vida, matar un hombre, y ya que mató a otro, ¿a
qué había de matarse? Los más de los suicidas son homicidas frustrados; se
matan a sí mismos por falta de valor para matar a otros…
—¡Ah, ya, te entiendo, Augusto, te
entiendo! Tú quieres decir que si
tuvieses valor para matar a Eugenia o
a Mauricio o a los dos no pensarías en matarte a ti mismo, ¿eh?
—¡Mire usted, precisamente a esos… no!
—¿A quién, pues?
—¡A usted! —y me miró a los ojos.
—¿Cómo? —exclamé poniéndome en pie—,
¿cómo? Pero ¿se te ha pasado por la imaginación matarme?, ¿tú?, ¿y a mí?
—Siéntese y tenga calma. ¿O es que
cree usted, amigo don Miguel, que sería el primer caso en que un ente de
ficción, como usted me llama, matara a aquel a quien creyó darle ser… ficticio?
—¡Esto ya es demasiado —decía yo
paseándome por mi despacho—, esto pasa de la raya! Esto no sucede más que…
—Más que en las nivolas —concluyó él
con sorna.
—¡Bueno, basta!, ¡basta!, ¡basta!
¡Esto no se puede tolerar! ¡Vienes a consultarme, a mí, y tú empiezas por
discutirme mi propia existencia, después el derecho que tengo a hacer de ti lo
que me dé la real gana, sí, así como suena, lo que me dé la real gana, lo que
me salga de…
—No sea usted tan español, don Miguel…
—¡Y eso más, mentecato! ¡Pues sí, soy
español, español de nacimiento, de educación, de cuerpo, de espíritu, de lengua
y hasta de profesión y oficio; español sobre todo y ante todo, y el españolismo
es mi religión, y el cielo en que quiero creer es una España celestial y eterna
y mi Dios un
Dios español, el de Nuestro Señor Don
Quijote, un Dios que piensa en español y en español dijo: ¡sea la luz!, y su
verbo fue verbo español…
—Bien, ¿y qué? —me interrumpió,
volviéndome a la realidad.
—Y luego has insinuado la idea de
matarme. ¿Matarme?, ¿a mí?, ¿tú?
¡Morir yo a manos de una de mis
criaturas! No tolero más. Y para castigar tu osadía y esas doctrinas
disolventes, extravagantes, anárquicas, con que te me has venido, resuelvo y
fallo que te mueras. En cuanto llegues a tu casa te morirás. ¡Te morirás, te lo
digo, te morirás!
—Pero ¡por Dios!… —exclamó Augusto, ya
suplicante y de miedo
tembloroso y pálido.
—No hay Dios que valga. ¡Te morirás!
—Es que yo quiero vivir, don Miguel,
quiero vivir, quiero vivir…
—¿No pensabas matarte?
—¡Oh, si es por eso, yo le juro, señor
de Unamuno, que no me mataré, que no me quitaré esta vida que Dios o usted me
han dado; se lo juro…
Ahora que usted quiere matarme quiero
yo vivir, vivir, vivir…
—¡Vaya una vida! —exclamé.
—Sí, la que sea. Quiero vivir, aunque
vuelva a ser burlado, aunque otra Eugenia y otro Mauricio me desgarren el
corazón. Quiero vivir, vivir, vivir…
—No puede ser ya… no puede ser…
—Quiero vivir, vivir… y ser yo, yo, yo…
—Pero si tú no eres sino lo que yo
quiera…
—¡Quiero ser yo, ser yo!, ¡quiero
vivir! —y le lloraba la voz.
—No puede ser… no puede ser…
—Mire usted, don Miguel, por sus
hijos, por su mujer, por lo que más quiera… Mire que usted no será usted… que
se morirá.
Cayó a mis pies de hinojos, suplicante
y exclamando:
—¡Don Miguel, por Dios, quiero vivir,
quiero ser yo!
—¡No puede ser, pobre Augusto —le dije
cogiéndole una mano y
levantándole—, no puede ser! Lo tengo
ya escrito y es irrevocable; no puedes vivir más. No sé qué hacer ya de ti.
Dios, cuando no sabe qué hacer de nosotros, nos mata. Y no se me olvida que
pasó por tu mente la idea de matarme…
—Pero si yo, don Miguel…
—No importa; sé lo que me digo. Y me
temo que, en efecto, si no te mato pronto acabes por matarme tú.
—Pero ¿no quedamos en que… ?
—No puede ser, Augusto, no puede ser.
Ha llegado tu hora. Está ya
escrito y no puedo volverme atrás. Te
morirás. Para lo que ha de valerte ya la vida…
—Pero… por Dios… —No hay pero ni Dios
que valgan. ¡Vete!
—¿Conque no, eh? —me dijo—, ¿conque
no? No quiere usted dejarme ser yo, salir de la niebla, vivir, vivir, vivir,
verme, oírme, tocarme, sentirme, dolerme,
serme: ¿conque no lo quiere?, ¿conque he de morir ente de ficción? Pues bien,
mi señor creador don Miguel, ¡también usted se morirá, también usted, y se
volverá a la nada de que salió… ! ¡Dios dejará de soñarle! ¡Se morirá usted,
sí, se morirá, aunque no lo quiera; se morirá usted y se morirán todos los que
lean mi historia, todos, todos, todos sin quedar uno! ¡Entes de ficción como
yo; lo mismo que yo! Se morirán todos, todos, todos. Os lo digo yo, Augusto
Pérez, ente ficticio como vosotros, nivolesco lo mismo que vosotros. Porque
usted, mi creador, mi don Miguel, no es usted más que otro ente nivolesco, y
entes nivolescos sus lectores, lo mismo que yo, que Augusto Pérez, que su
víctima…
—¿Víctima? —exclamé.
—¡Víctima, sí! ¡Crearme para dejarme
morir!, ¡usted también se morirá! El que crea se crea y el que se crea se
muere. ¡Morirá usted, don Miguel, morirá usted, y morirán todos los que me
piensen! ¡A morir, pues!
Este supremo esfuerzo de pasión de
vida, de ansia de inmortalidad, le dejó extenuado al pobre Augusto.
Y le empujé a la puerta, por la que
salió cabizbajo. Luego se tanteó como si dudase ya de su propia existencia. Yo
me enjugué una lágrima furtiva.
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