martes, 8 de octubre de 2024

 FRAGMENTO DEL CAPÍTULO XVII DE "NIEBLA", DE UNAMUNO (CONCEPTO DE NIVOLA)

—Pero ¿te has metido a escribir una novela?

—¿Y qué quieres que hiciese?

—¿Y cuál es su argumento, si se puede saber?

—Mi novela no tiene argumento, o mejor dicho, será el que vaya saliendo.

El argumento se hace él solo.

—¿Y cómo es eso?

—Pues mira, un día de estos que no sabía bien qué pacer, pero sentía

ansia de hacer algo, una comezón muy íntima, un escarabajeo de la

fantasía, me dije: voy a escribir una novela, pero voy a escribirla como se

vive, sin saber lo que vendrá. Me senté, cogí unas cuartillas y empecé lo

primero que se me ocurrió, sin saber lo que seguiría, sin plan alguno. Mis

personajes se irán haciendo según obren y hablen, sobre todo según

hablen; su carácter se irá formando poco a poco. Y a las veces su carácter

será el de no tenerlo.

 

—Sí, como el mío.

—No sé. Ello irá saliendo. Yo me dejo llevar.

—¿Y hay psicología?, ¿descripciones?

—Lo que hay es diálogo; sobre todo diálogo. La cosa es que los

personajes hablen, que hablen mucho, aunque no digan nada.

—Eso te lo habrá insinuado Elena, ¿eh?

—¿Por qué?

—Porque una vez que me pidió una novela para matar el tiempo, recuerdo

que me dijo que tuviese mucho diálogo y muy cortado.

—Sí, cuando en una que lee se encuentra con largas descripciones,

sermones o relatos, los salta diciendo: ¡paja!, ¡paja!, ¡paja! Para ella sólo el

diálogo no es paja. Y ya ves tú, puede muy bien repartirse un sermón en

un diálogo…

—¿Y por qué será esto?… —Pues porque a la gente le gusta la

conversación por la conversación misma, aunque no diga nada. Hay quien

no resiste un discurso de media hora y se está tres horas charlando en un

café. Es el encanto de la conversación, de hablar por hablar, del hablar

roto a interrumpido.

—También a mí el tono de discurso me carga…

—Sí, es la complacencia del hombre en el habla, y en el habla viva… Y

sobre todo que parezca que el autor no dice las cosas por sí, no nos

molesta con su personalidad, con su yo satánico. Aunque, por supuesto,

todo lo que digan mis personajes lo digo yo…

—Eso pasta cierto punto…

—¿Cómo hasta cierto punto?

—Sí, que empezarás creyendo que los llevas tú, de tu mano, y es fácil que

acabes convenciéndote de que son ellos los que te llevan. Es muy

frecuente que un autor acabe por ser juguete de sus ficciones…

 

—Tal vez, pero el caso es que en esa novela pienso meter todo lo que se

me ocurra, sea como fuere.

—Pues acabará no siendo novela.

—No, será… será… nivola.

—Y ¿qué es eso, qué es nivola?

—Pues le he oído contar a Manuel Machado, el poeta, el hermano de

Antonio, que una vez le llevó a don Eduardo Benoit, para leérselo, un

soneto que estaba en alejandrinos o en no sé qué otra forma heterodoxa.

Se lo leyó y don Eduardo le dijo: «Pero ¡eso no es soneto!… » «No, señor

—le contestó Machado—, no es soneto, es… sonite.» Pues así con mi

novela, no va a ser novela, sino… ¿cómo dije?, navilo… nebulo, no, no,

nivola, eso es, ¡nivola! Así nadie tendrá derecho a decir que deroga las

leyes de su género… Invento el género, a inventar un género no es más

que darle un nombre nuevo, y le doy las leyes que me place. ¡Y mucho

diálogo!

—¿Y cuando un personaje se queda solo?

—Entonces… un monólogo. Y para que parezca algo así como un diálogo

invento un perro a quien el personaje se dirige.

—¿Sabes, Víctor, que se me antoja que me estás inventando?…

—¡Puede ser!

Al separarse uno de otro, Víctor y Augusto, iba diciéndose este: «Y esta mi

vida, ¿es novela, es nivola o qué es? Todo esto que me pasa y que les

pasa a los que me rodean, ¿es realidad o es ficción? ¿No es acaso todo

esto un sueño de Dios o de quien sea, que se desvanecerá en cuanto Él

despierte, y por eso le rezamos y elevamos a Él cánticos a himnos, para

adormecerle, para cunar su sueño? ¿No es acaso la liturgia de todas las

religiones un modo de brezar el sueño de Dios y que no despierte y deje

de soñarnos? ¡Ay, mi Eugenia!, ¡mi Eugenia! Y mi Rosarito… »

—¡Hola, Orfeo!

Orfeo le había salido al encuentro, brincaba, le quería trepar piernas

 

arriba. Cogióle y el animalito empezó a lamerle la mano.

—Señorito —le dijo Liduvina—, ahí le aguarda Rosarito con la plancha.

—¿Y cómo no la despachaste tú?

—Qué sé yo… Le dije que el señorito no podía tardar, que si quería

aguardarse…

—Pero podías haberle despachado como otras veces…

—Sí, pero… en fin, usted me entiende…

—¡Liduvina! ¡Liduvina!

—Es mejor que la despache usted mismo.

—Voy allá.

 

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