FRAGMENTO DEL CAPÍTULO XVII DE "NIEBLA", DE UNAMUNO (CONCEPTO DE NIVOLA)
—Pero ¿te has metido a escribir una
novela?
—¿Y qué quieres que hiciese?
—¿Y cuál es su argumento, si se puede
saber?
—Mi novela no tiene argumento, o mejor
dicho, será el que vaya saliendo.
El argumento se hace él solo.
—¿Y cómo es eso?
—Pues mira, un día de estos que no
sabía bien qué pacer, pero sentía
ansia de hacer algo, una comezón muy
íntima, un escarabajeo de la
fantasía, me dije: voy a escribir una
novela, pero voy a escribirla como se
vive, sin saber lo que vendrá. Me
senté, cogí unas cuartillas y empecé lo
primero que se me ocurrió, sin saber
lo que seguiría, sin plan alguno. Mis
personajes se irán haciendo según
obren y hablen, sobre todo según
hablen; su carácter se irá formando
poco a poco. Y a las veces su carácter
será el de no tenerlo.
—Sí, como el mío.
—No sé. Ello irá saliendo. Yo me dejo
llevar.
—¿Y hay psicología?, ¿descripciones?
—Lo que hay es diálogo; sobre todo
diálogo. La cosa es que los
personajes hablen, que hablen mucho,
aunque no digan nada.
—Eso te lo habrá insinuado Elena, ¿eh?
—¿Por qué?
—Porque una vez que me pidió una
novela para matar el tiempo, recuerdo
que me dijo que tuviese mucho diálogo
y muy cortado.
—Sí, cuando en una que lee se
encuentra con largas descripciones,
sermones o relatos, los salta diciendo:
¡paja!, ¡paja!, ¡paja! Para ella sólo el
diálogo no es paja. Y ya ves tú, puede
muy bien repartirse un sermón en
un diálogo…
—¿Y por qué será esto?… —Pues porque a
la gente le gusta la
conversación por la conversación
misma, aunque no diga nada. Hay quien
no resiste un discurso de media hora y
se está tres horas charlando en un
café. Es el encanto de la
conversación, de hablar por hablar, del hablar
roto a interrumpido.
—También a mí el tono de discurso me
carga…
—Sí, es la complacencia del hombre en
el habla, y en el habla viva… Y
sobre todo que parezca que el autor no
dice las cosas por sí, no nos
molesta con su personalidad, con su yo
satánico. Aunque, por supuesto,
todo lo que digan mis personajes lo
digo yo…
—Eso pasta cierto punto…
—¿Cómo hasta cierto punto?
—Sí, que empezarás creyendo que los
llevas tú, de tu mano, y es fácil que
acabes convenciéndote de que son ellos
los que te llevan. Es muy
frecuente que un autor acabe por ser
juguete de sus ficciones…
—Tal vez, pero el caso es que en esa
novela pienso meter todo lo que se
me ocurra, sea como fuere.
—Pues acabará no siendo novela.
—No, será… será… nivola.
—Y ¿qué es eso, qué es nivola?
—Pues le he oído contar a Manuel
Machado, el poeta, el hermano de
Antonio, que una vez le llevó a don
Eduardo Benoit, para leérselo, un
soneto que estaba en alejandrinos o en
no sé qué otra forma heterodoxa.
Se lo leyó y don Eduardo le dijo:
«Pero ¡eso no es soneto!… » «No, señor
—le contestó Machado—, no es soneto,
es… sonite.» Pues así con mi
novela, no va a ser novela, sino…
¿cómo dije?, navilo… nebulo, no, no,
nivola, eso es, ¡nivola! Así nadie
tendrá derecho a decir que deroga las
leyes de su género… Invento el género,
a inventar un género no es más
que darle un nombre nuevo, y le doy
las leyes que me place. ¡Y mucho
diálogo!
—¿Y cuando un personaje se queda solo?
—Entonces… un monólogo. Y para que
parezca algo así como un diálogo
invento un perro a quien el personaje
se dirige.
—¿Sabes, Víctor, que se me antoja que
me estás inventando?…
—¡Puede ser!
Al separarse uno de otro, Víctor y
Augusto, iba diciéndose este: «Y esta mi
vida, ¿es novela, es nivola o qué es?
Todo esto que me pasa y que les
pasa a los que me rodean, ¿es realidad
o es ficción? ¿No es acaso todo
esto un sueño de Dios o de quien sea,
que se desvanecerá en cuanto Él
despierte, y por eso le rezamos y
elevamos a Él cánticos a himnos, para
adormecerle, para cunar su sueño? ¿No
es acaso la liturgia de todas las
religiones un modo de brezar el sueño
de Dios y que no despierte y deje
de soñarnos? ¡Ay, mi Eugenia!, ¡mi
Eugenia! Y mi Rosarito… »
—¡Hola, Orfeo!
Orfeo le había salido al encuentro,
brincaba, le quería trepar piernas
arriba. Cogióle y el animalito empezó
a lamerle la mano.
—Señorito —le dijo Liduvina—, ahí le
aguarda Rosarito con la plancha.
—¿Y cómo no la despachaste tú?
—Qué sé yo… Le dije que el señorito no
podía tardar, que si quería
aguardarse…
—Pero podías haberle despachado como
otras veces…
—Sí, pero… en fin, usted me entiende…
—¡Liduvina! ¡Liduvina!
—Es mejor que la despache usted mismo.
—Voy allá.
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